“EL PORTERO DE NOCHE”, POR LILIANA CAVANI

En 1965 hice un reportaje especial para el Telegiornale, “La mujer en la resistencia”, y en aquella ocasión tuve la oportunidad de entrevistar a dos mujeres que habían sobrevivido a los campos de concentración. Una de ellas había estado en Dachau tres años (de los dieciocho a los veintiuno), no era hebrea, era partisana. Esta mujer me reveló un hecho extremadamente desconcertante para mí: desde que la guerra había terminado y había retomado su rutina diaria, iba todos los veranos a pasar un par de semanas a Dachau. Decidía gastar sus vacaciones allí. Le pregunté por qué lo hacía, por qué no se iba lo más lejos posible, pero la respuesta estaba, precisamente, en aquellos retornos: es la víctima, antes que el verdugo, quien retorna al lugar del delito. ¿Por qué? Habría que sondear en el subconsciente para saberlo.

Otra mujer, también partisana y burguesa, acabó en Auschwitz, pero sobrevivió. Cuando la encontré vivía en una casa bastante miserable en la periferia milanesa. Me asombré, porque su origen era más bien acomodado. Me explicó que después de la guerra trató de reinsertarse en la familia y el medio que había conocido antes del conflicto, pero no lo logró y se fue por su cuenta. ¿Por qué? Porque, me dijo, quedó traumatizada por el hecho de que después de la guerra el mundo había reiniciado su ritmo como antes, como si nada hubiese sucedido, casi con cierta prisa por olvidar las cosas desagradables y tristes. Regresada viva del infierno, ella, por el contrario, había creído que los hombres –habiendo visto de lo que eran capaces- habrían querido cambiar muchas cosas radicalmente. Sucedía, sin embargo, que era ella quien se avergonzaba ante los otros de ser una superviviente de aquel horror, de ser una testigo viva, y como consecuencia, algo embarazoso que todos tenían prisa en olvidar. La desilusión, sentirse un personaje incómodo, la impulsaron a establecerse entre gente que no la conocía de antes. Le pregunté qué recuerdos eran los que más le atormentaban y me respondió que no eran episodios concretos, sino el hecho de que en el campo de concentración tuvo la ocasión de conocer a fondo la naturaleza humana, el bien y el mal. Subrayó la palabra mal. Dijo que no perdonaba a los nazis que le hubieran descubierto hasta dónde puede llegar el ser humano. Pero no quiso entrar en detalles. Solo añadió que no esperara que una víctima fuera siempre inocente, porque también es humana.

Estas entrevistas me hicieron reflexionar bastante. Y son, sin duda, el primer indicio que desembocaría en la idea de El portero de noche.

Afiche promocional español de la película

Detrás del origen del film se encuentra otro trabajo que hice para el canal cultural de televisión, que se remonta a 1962: “La historia del Tercer Reich”, cuatro horas de material montado, el primer documental realizado en Italia sobre el tema. Para hacerlo pasé varios meses ante la moviola, estudiando archivos procedentes de todas las partes del mundo. Vi cosas increíbles. A los alemanes les gustaba filmar, y bien, cualquier hecho. Hitler y su entorno eran apasionados del cine. El montador y yo visionamos rollos y rollos de película sobre los campos de concentración y la campaña de Rusia, hasta que tuvimos que parar porque nos sentíamos mal. Los pintores del Duecento que trataron de representar el infierno lo hicieron de manera ingenua y lo sabemos. Evidentemente, se ha producido un progreso en la escalada de la crueldad. ¿Para quiénes pensaban dejar aquellas imágenes los operadores? ¿Para monstruos? Y cuanto más veía, más me daba cuenta de que no se podía hablar en términos de crónica específica para comprender la peste que asoló Europa entre 1920 y 1945. Hacía falta ir hasta el fondo, hacer una vasta investigación para orientarse en el magma de las culpas. En este caso, hablar en términos comunes de historia significaba simplificar tanto que casi era sinónimo de colaboracionismo. El canal cultural no tenía más de 200.000 espectadores, por lo que se decidió repetir la emisión en el canal nacional, pero la embajada alemana protestó y no se volvió a programar. Esto explica el motivo por el que la superviviente milanesa se escandalizaba tanto de la guerra como de la posguerra.

Aquel documental fue para mí un bautismo en historia contemporánea (me había licenciado en clásicas). Ignoraba qué había significado realmente el conflicto europeo y debía y quería comprenderlo; también deseaba implicar a los espectadores que estaban en la misma situación que yo. Quería entender y hacer entender qué tipo de cultura había hecho posible el nazismo. Para mí era importante descubrir qué había detrás de los hechos. También aquí se puede encontrar un primer embrión de El portero de noche.

En 1965 hice un programa para la TV cultural que debía ser emitido el 1º de mayo. Trataba sobre qué sabían las nuevas generaciones en Europa sobre la Segunda Guerra Mundial, veinte años después de su finalización. Se titulaba “El día de la paz”. Fui por todas las capitales europeas que habían estado implicadas en el conflicto y como consecuencia deduje la extrema ignorancia que reinaba y el hecho desconcertante de que entre estudiantes universitarios alemanes (Tubinga, Berlín, Maguncia) había incluso un cierto orgullo por aquella ignorancia. La superviviente milanesa tenía muchas razones para sentirse incómoda.

Imagen de rodaje con Charlotte Rampling y Liliana Cavani

Solo los testigos, las víctimas, han seguido recordando. Hace unos años estuve hablando toda una tarde con Primo Levi. Tuve la impresión de que hablaba de aquel periodo de su vida como si se hubiera quedado allí. Me pregunté si los criminales habían quedado tan traumatizados como las víctimas. Parece que no, al menos leyendo aquello que dicen cuando se encuentran ante un tribunal. Admitir tener remordimientos es admitir tener sentimiento de culpa, mientras que sus defensas se basan, por el contrario, en la ausencia de culpa.

La víctima no quiere olvidar e incluso regresa al lugar del delito. Es como si no quisiera emerger de nuevo desde el subsuelo donde ha caído y se siente retenida. El verdugo, al contrario, quiere salir a la luz, darse una conducta social, buscar sus razones en la lógica de la guerra y cerrar para siempre la escotilla del subsuelo del que ha logrado escapar.

En una entrevista realizada en París, me preguntaron sobre el significado de la película y dije: “Todos somos víctimas o asesinos y aceptamos estas funciones voluntariamente. Solo Sade y Dostoievsky lo han entendido bien”. Puede parecer una frase sentenciosa, pero es la síntesis de algunas de mis opiniones.

Creo que en toda relación hay una dinámica víctima-verdugo más o menos claramente expresada y por lo general vivida a un nivel no consciente. El grado de madurez de cada uno proporciona un freno más o menos consistente a esta carga, que así permanece más o menos reprimida. La guerra no es sino el detonador: amplía las posibilidades, rompe los frenos, abre los diques. Mis protagonistas, a través de la guerra, han roto los frenos y viven sus papeles con plena lucidez. Se trata de roles intercambiables. Es una escalada en la que uno termina por desvanecerse en el otro, hasta que las partes se invierten y el cambio recomienza. La guerra es pues el detonador del sadomasoquismo latente en cada uno de ellos. Durante la guerra, el Estado monopoliza la carga sadomasoquista de sus ciudadanos, la desencadena y la utiliza, legalizándola. De esta manera es posible convertirse en víctimas y asesinos con la documentación en regla.

Mis protagonistas desarrollaron sus papeles de acuerdo con la ley hasta 1945. En 1957, cuando se reencuentran, ya están fuera de la ley. La gente piensa que son psicópatas y, sin embargo, siguen siendo los mismos, dos personajes trágicos. La ambigüedad de la naturaleza humana y de su historia es el punto del que es necesario partir para comprender. De hecho, es la ignorancia que se percibe en la posguerra lo que mejor nos permite entender la ignorancia que ha permitido la guerra y las dictaduras. Tenía razón la superviviente de Milán: ¡El mundo no quiere saber! No quiere prevenir, y quizá recaiga. Sin esa ambigüedad Hitler no era nadie. En cambio, se convirtió en la caja de resonancia de todos los alemanes frustrados. La democracia hace proselitismo apoyada en la madurez de los ciudadanos como la dictadura lo hace apoyándose en su inmadurez. Por eso es necesario partir del nazismo de baja intensidad que hay en cada uno de nosotros, de la ambigüedad de nuestra naturaleza.

En 1946, Karl Jaspers, tras haber sido excluido de la universidad alemana durante diez años, reemprende la enseñanza en Heidelberg con un curso titulado “La culpa de Alemania”. Sus estudiantes eran, en su mayoría, veteranos de la guerra que mostraron su desaprobación ante aquellas lecciones; primero las sabotearon y finalmente desertaron de ellas. Jaspers quería hacer reflexionar a los alumnos sobre lo siguiente: Solo a través de la consciencia de la propia culpa (pequeña o grande) los alemanes podían llegar a ser demócratas. Peor nadie quería oír hablar de culpas. No querían los inocentes, pero tampoco los criminales que pretendieron colocar una losa sobre todo lo sucedido con el “órdenes son órdenes”. Y esa tesis sirvió siempre como atenuante para los jurados que debían juzgar los crímenes de guerra. Todo era siempre culpa del funcionario superior y así hasta Hitler. Solo Hitler era pues culpable. Como si hubiese venido de Marte y por arte de magia hubiera convertido a la gente de bien en asesinos. Es la misma tesis que ha usado para defenderse el teniente estadounidense William Calley por los crímenes de Vietnam. En armonía con esta tesis, Hans Vogler, el psiquiatra de mi película, sostiene que el sentimiento de culpabilidad es un desplazamiento nervioso, una neurosis. En la sala de reuniones del Hotel de la Ópera, los excamaradas se entrenan para no dejarse intimidar por las acusaciones, como si se encontraran ante un tribunal. Solo Max, el más débil –según opina Hans– hace deplorables concesiones.

Charlotte Rampling y Dirk Bogarde.

“Estoy convencido de que no solo el exceso de conciencia, sino cualquier tipo de conciencia es una enfermedad” (“Memorias del subsuelo”, Dostoievsky)

Max tiene la conciencia sucia y tendencia a aceptarse como asesino. A través de la ironía y la malicia, pero también del sufrimiento de una conciencia sucia, Max se hace trágico: No cambia de papel. Sus excamaradas han recuperado su imagen de “buena gente”, respetuosa con las leyes (unas leyes que han cambiado). Ellos son gente sana: “Max está enfermo”, dice Hans.

“Tras años de estudios y observación sobre los criminales de guerra, he llegado a la conclusión de que, en una gran mayoría, o no tenían conciencia o eran capaces de desembarazarse de ella como quien lo hace de la apendicitis” (“Los asesinos están entre nosotros”, Simon Wiesenthal).

Se me ha preguntado varias veces durante el rodaje si lo que estaba haciendo era una película política. Respondía que no. No lo es desde el momento en que es diferente de las películas que se definen como tal. No me ocupo ni de personajes notorios ni es la crónica de unos hechos precisos; trato de la condición nazi. Las películas políticas son generalmente liberadoras: aquellos hechos terminaron, aquellos personajes ya no existen, aquella situación está allá y no aquí, todos los sabemos y nadie puede engañarnos. En las películas políticas el blanco y el negro están claramente definidos y son distintos. En cambio, para mí resulta interesante considerar los distintos tonos del gris.

“Lentamente comprendí que entre blanco y negro había distintos tonos del gris: gris acero, perla, tórtola. Y también tonos del blanco: tampoco las víctimas eran siempre inocentes” (“Los asesinos están entre nosotros”, Simon Wiesenthal).

Ya que expongo que el ser humano y la historia son ambiguos, mi película no es liberadora. “Solo las experiencias radicales y liberadoras de la angustia pueden provocar en el hombre la crisis de la cual emerge la existencia de libertad” (“Cuestiones de método”, Sartre). En las películas políticas, el público puede identificarse con los personajes justos. Es curioso pensar cómo podrían identificarse con mis protagonistas; se sentirían muy incómodos. ¿Es posible identificarse con un personaje ambiguo? ¿Reconocerse en él? Para algunos podrá parecer incluso una tentación pecaminosa. Otros se negarán abiertamente. Si no fuese así no se explicaría por qué la gente desconoce tanto su naturaleza. Y así sucede que buenos ciudadanos, como los vieneses (pero no solo ellos), amantes de los valses y la ópera, tuvieran entre ellos el más alto porcentaje de criminales nazis, una cantidad que nadie hubiera imaginado y que solo la guerra puso de relieve. ¿Y qué hacen los potenciales asesinos que hay entre nosotros cuando no hay guerra? La preparan.

Prefiero otro tipo de preguntas sobre El portero de noche, relacionadas con aspectos y cuestiones estéticas que sí considero decisiones políticas.

Un icono del cine de los setenta

El uniforme de las SS es horriblemente bello. Era el predilecto de Hitler, la niña de sus ojos. Eran la casta sacerdotal del Tercer Reich, monjes negros que cuidaban mucho el disfraz y la estética, como todas las castas sacerdotales. Fue casi una Orden Templaria en pleno siglo XX. Consciente o inconscientemente eran devotos y estaban ligados a Hitler por un culto homoerótico. Y el jefe era una especie de “virgen” intocable, que cuando se expone en publico lo hace en el ámbito de un marco muy estudiado, como parte de un ritual (es interesante leer, a este respecto, las memorias de Albert Speer, el arquitecto del Tercer Reich). En la película, el uniforme de las SS es un fetiche sexual conscientemente asumido por ambos protagonistas.

Si Mussolini hizo proselitismo basándose en el machismo mediterráneo, Hitler lo hizo según un aspecto más congénito a la cultura alemana: el del militarismo y el culto al cuerpo. La devoción por Hitler es más profunda, más esteticista, menos rural que la dedicada al Duce. Hitler es amado de manera particular. Speer dice en sus memorias que cada vez que se encontraba en su presencia experimentaba una fuerte emoción: “El 1º de mayo se nos comunicó la muerte de Hitler. Encontré el estuche de tafilete rojo con su fotografía. No lo había abierto nunca. Tenía los nervios hechos pedazos y cuando saqué el retrato rompí a llorar. Mi relación con el Fürher había finalizado, el encantamiento se había roto, la magia apagado” (“Memorias del Tercer Reich”).

Las SS han sido un cuerpo con un alto potencial de narcisismo. Por otra parte, el carisma de Hitler se fundamenta en la ambigüedad: Él es la “virgen”, mientras que el Duce es el “macho”. En Italia se habla de la “belleza masculina” bajo el fascismo, en Alemania existe el culto a la raza pura y la belleza física. En la película, el personaje de Bert, el bailarín, evoca todo esto.

He escogido Viena porque adoro la ciudad. El tiempo parece detenido todavía en la Primera Guerra Mundial, en 1914. Es el corazón de la Mitteleuropa. En Viena la gente es ordenada, precisa, las calles son las más limpias del mundo, todo funciona con puntualidad. Adoro Viena porque allí he comprendido algunas cosas, signos de nuestro tiempo que comenzaron allí, a principios del siglo XX. La burguesía retratada por Klimt, por ejemplo, es más inquietante que las viñetas de Grosz: una burguesía elegante, sofisticada y retorcida, cansada. También los cuadros de Schiele son una señal: presagian la larga peste que vendrá. La belleza de las figuras de Klimt es sueño, es ilusión y es tragedia. Los asesinos de nuestro tiempo ya  no son Jack el Destripador. Es gente que cuida la indumentaria y el aspecto, que no sabe lo que es hasta que adora a un jefe e incluso entonces, incluso aunque actúe, muchas veces no lo sabe. El final de la guerra, la muerte del líder, no conlleva remordimiento, sino desilusión por el fin del gran sueño; eso es lo que permanece. En 1957, año en que está fechada la película, hace poco que se han marchado las tropas soviéticas de ocupación y la ciudad reemprende su vida como si nada hubiese sucedido. Los criminales pequeños y medianos (Austria registra el más alto número de criminales nazis) han vuelto a sus profesiones habituales, a pesar de que mantienen los ojos abiertos para no caer en las redes de una investigación. Están en contacto entre ellos, para protegerse. Es gente de orden, de bien, la misma que se sienta a tu lado en la ópera, come la tarta Sacher en la mesa contigua a la tuya y adora a Mozart. Nada les distingue de sus víctimas. Pero en Viena, y solo allí, existe un subsuelo que yo he examinado. Un subsuelo entendido en el sentido de Dostoievsky y Thomas Mann. ¿Cómo puede ser política una película del subsuelo? No puede serlo porque mis protagonistas son irracionales, están al límite de toda lógica. Me ha sido bastante difícil obtener una pareja digna de un cuadro de Klimt: sofisticada, retorcida, con un profundo gusto por lo subterráneo. Dirk Bogarde y Charlotte Rampling han logrado lo que deseaba. Son los actores con el físico menos “político” que se pueda imaginar. Pero son figuras trágicas como todas las que encarnan una idea. Y aquí son típicas de una Mitteleuropa según la idea de Mann y Klimt, que incuba una enfermedad profunda, cuyos síntomas son solo descifrables entre las sombras del subsuelo.

Lo que he escrito pertenece al ámbito de las noticias, experiencias y consideraciones en las que he trabajado para mi película. El portero de noche, sin embargo, es otra cosa, porque en cualquier caso es una invención.

“Se pide al autor que dé cuenta de la unidad de su texto, que revele el sentido que lo atraviesa, que lo articule sobre la historia real que le ha servido de inspiración… Son procedimientos que minan y limitan el discurso, porque le obligan a ejercer un control sobre él. Se pide al autor que sea quien dé unidad, lazos de coherencia e inserción en lo real al inquietante lenguaje de la ficción según procedimientos establecidos, que terminan por ser mecanismos de control”, como ha escrito Michel Foucault.

LILIANA CAVANI, 1975

Liliana Cavani, tras la cámara © Mario Tursi

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